California,
julio de 1987.
Dio una última calada a
su cigarrillo medio consumido antes de aplastarlo desdeñosamente contra la base del cenicero de
cristal. A pesar de que el termómetro rebasaba por mucho los treinta y ocho
grados a la sombra, aquel pelirrojo testarudo se negaba en rotundo a quitarse
la chaqueta de cuero, que casi parecía su segunda piel. Sus botas negras, del
mismo material que la chaqueta, descansaban indolentes sobre la barra del
local, que a esas horas de la mañana estaba tan desierto como un cementerio al
anochecer. El pelirrojo dirigió una nueva mirada crispada al reloj que había
sobre su cabeza. Las once y media. Ese imbécil había vuelto a dormirse.
Cogió
el paquete de tabaco que había comprado aquella misma mañana y sacó un nuevo
cigarrillo, dispuesto a llenarse los pulmones de nicotina durante el resto de
la mañana. La camarera rubia le dedicó una mirada reprobatoria desde el otro
lado de la estancia, a la que él respondió mostrándole en alto el dedo corazón.
Ahora que ya no salían juntos no tenía por qué soportar aquellas ínfulas de
superioridad que se gastaba la alemana. Puede que él fuera un borracho y un
fumador compulsivo, pero al menos tenía el coraje suficiente para aceptarse a
sí mismo y vivir en consecuencia. Ella, sin embargo, parecía llevar siempre un
palo metido por el culo que la obligaba a caminar rígida y tensa, ocultando
hasta el más ínfimo detalle de su personalidad tras una hipócrita sonrisa de
suficiencia.
—
Eh, Leo, tío, siento llegar tarde.
El
ciclo de sus pensamientos sufrió un giro abrupto cuando la voz de Tom atravesó
sus oídos. Alzó la mirada en su dirección para encontrarse de lleno con la
eterna sonrisa de su amigo, que lo contemplaba con una mueca de diversión en
los ojos que le hizo hervir la sangre en las venas.
—
Como siempre — replicó mientras se encendía el nuevo cigarrillo. Tom puso los
ojos en blanco antes de pasar al otro lado de la barra para servirse él mismo
una copa de Jack Daniel’s. La despreocupación era al mismo tiempo la virtud y
el defecto más destacados de su personalidad, algo que, si se le comparaba con
una persona como Leonard, que la mayor parte del tiempo se encontraba al borde
de un ataque de histeria, hiciera que contrastaran en grado sumo. Por ello, a
pesar de que durante años se habían considerado el uno al otro como hermanos de
sangre, el choque entre dos almas tan dispares estaba siempre a la orden del
día.
—
¿Ha sucedido algo de carácter remarcable durante mi ausencia? — inquirió Tom,
dotando a su voz de una afectada retórica medieval al tiempo que se sentaba en
un taburete junto a Leonard.
—
Efectivamente. Según parece, Hans por fin ha encontrado petróleo en el fondo de
sus fosas nasales.
—
Demos gracias a los dioses por ello — replicó Tom sin abandonar todavía su afectada
entonación, mientras alzaba su copa en alto con una teatralidad que rallaba lo
absurdo —. Ahora que va a ser un hombre rico ya no tendrá que trabajar aquí y
dejará de tocar los huevos.
Apuró
la copa de un solo trago y cogió un cigarrillo del paquete de Leonard, que
después se encendió con el mechero del pelirrojo. Desde que se fueron a vivir
juntos unos años atrás, había establecida entre ellos una política de propiedad
común: lo que era del uno podía disfrutarlo el otro. Sólo existía una excepción
a la regla: las mujeres no se compartían.
—
Entonces… — comenzó a decir mientras se recogía la larga melena castaña en una
coleta baja — ¿Marty y Úrsula vuelven esta noche, no?
Leonard
asintió con la cabeza, sin mostrar expresión alguna en su rostro. A pesar de
que el pelirrojo era ya de por sí un hombre de pocas palabras, aquella mañana
se encontraba especialmente callado e impasible. Tom paseó la vista por la
estancia con curiosidad para finalmente posarla en el foco de su tormento.
Soltó un resoplido muy poco sutil que hizo que Leonard volviera la cabeza en su
dirección. Durante unos segundos sus ojos quedaron anclados en los del otro,
manteniendo una discusión sin palabras que no finalizó hasta que el pelirrojo
desvió la mirada de nuevo hacia la barra. Llevaban juntos tanto tiempo que las
palabras no eran necesarias para expresar lo que sentían. Era ya tiempo de que
Leonard olvidara todo el asunto de Iuta y se centrara de una vez por todas en
el grupo.
—
¿Cómo será su sobrina? — inquirió Tom, en un intento por desviar la atención de
su amigo de la presencia de la camarera.
—
Si está la mitad de buena que su tía, yo me la tiro.
A
Tom se le escapó una carcajada estentórea ante la bravuconada de Rob, que
llegaba en ese momento del sótano con varias cajas de botellines de cerveza en
las manos. Ahora que Marty no andaba cerca no había peligro de que les partiera
la cara por hablar de su mujer como si no fuera más que un sabroso bistec y
ellos unos pobres mendigos que llevaran meses sin probar bocado.
—
Estaría muy bien que ayudarais un poco, en vez de estar aquí todo el día
tocándoos los huevos, ¿sabéis?
Rob
todavía no estaba muy seguro acerca de si se sentía halagado u ofendido por el
favor que Marty les había pedido de que se ocuparan del bar durante su estancia
en España. Ellos eran músicos, no camareros, y la última semana en el local
había resultado ser un auténtico infierno. Después de todo, él se había hecho
guitarrista para no tener que trabajar, y ahora se veía obligado a ocuparse a
tiempo completo de un bar que no era suyo sin cobrar, y a encontrar algún rato
libre después para poder ensayar con el grupo. Y encima aquellos dos zánganos
que tenía por compañeros no pegaban un palo al agua en todo el día.
—
Estaría muy bien, sí — coincidió Tom —. Pero como te vemos tan centrado en la
faena, no queremos importunarte con nuestra torpeza.
El
rubio lo fulminó con la mirada antes de ponerse a colocar los botellines en su
sitio. Muchos lo consideraban un bárbaro sin educación ni modales, cuyas
ocupaciones se reducían al alcohol, el fornicio y la música satánica, pero
cualquiera que se esforzara un poco en conocerlo de verdad se daba cuenta de
que tras esa fachada de vikingo barbárico se escondía un hombre de honor
incapaz de dejar a sus amigos en la estacada.
—
Tíos, necesito unas buenas vacaciones — anunció, despatarrándose sobre la barra
del bar.
—
Para tener vacaciones primero hay que trabajar, cosa que tú no has hecho en tu
vida.
—
Tommy, tienes la lengua muy larga hoy. Ten cuidado no te la vaya a cortar.
El
aludido soltó un resoplido por lo bajo, mientras le arrebataba a Rob un
botellín de las manos. Iuta pasó por delante de ellos con una bandeja cargada
de copas vacías y se quedó mirándolos con su clásica media sonrisa, que no
llegaba a ser tensa, pero tampoco genuina. De hecho, aquella sonrisa sólo
conseguía hacer que la sangre de quien la miraba se helara en las venas, signo
inequívoco de que su dueña proyectaba una energía de lo más negativa allá por
donde pasaba.
Ninguno
de ellos le devolvió el saludo, por lo que la alemana siguió a lo suyo y se
puso a fregar las copas. Leonard se removió incómodo en el taburete e hizo
ademán de levantarse, pero Tom lo retuvo en su posición sujetándole el
antebrazo con una mano. El pelirrojo lo fulminó con la mirada, mas el otro no
se amedrentó.
—
¿Sabemos algo de Michael? — inquirió Rob, ajeno al parecer de la tensión que se
palpaba en el ambiente — Esta noche tenemos actuación y no se le ha visto el
pelo en los últimos ensayos.
—
Está muy raro últimamente — replicó Tom con aire pensativo —. Creo que tiene
problemas con la novia. O con su suegro más bien. Se conoce que al padre de
Sally no le hace demasiada gracia que su hija salga con un vago melenudo que se
dedica a tocar la batería en un antro de perdición.
—
Las mujeres sólo traen problemas — apuntó Rob. Y el tono amargo y apagado que
teñía sus palabras evidenciaba que hablaba desde la experiencia.